Carta abierta a los jóvenes azul y blanco

 

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Los viejos de hoy también fuimos jóvenes. Y menciono esto, aunque sea algo evidente, porque esta carta trata precisamente de eso: que desde nuestra mirada retrospectiva -o por lo menos la mía- poder hablarles a ustedes, jóvenes de hoy, viejos de mañana.

Pertenezco a la generación que escuchaba a Santana, a Janis Joplin, que deliberaba con Joe Cocker y con los Rollings Stones, esos ancianos de hoy que siguen llenando estadios.

Crecimos admirando al Che Guevara y oíamos de una revolución en Cuba. Vimos y celebramos la salida despavorida de las tropas estadounidenses de Saigón aquel 30 de abril de 1975.

Soy de la generación nicaragüense que derrocó al somocismo, que fuimos muchos

¿Cuántos ? Nunca nadie supo. Hay especulaciones, pero certeza ninguna. Crecimos como una marea para llegar a estar en todas partes. Nos reuníamos en cualquier lugar: en un motel, en un cementerio, en un bar, en la calle, en una mansión, en nuestras casas, en el local del sindicato, en la escuela, en la iglesia, en la intemperie o cobijados en la noche. Llegamos a ser una desafiante infinitud de brazos, de rostros, de nombres, de formas: palabra, pinta, volante, secreto, buzón, grito, disparo, discurso, canción, lluvia, tormenta. Habitantes todos del compromiso y de la esperanza. Luchábamos por el futuro, un futuro que después sólo imaginaríamos. Éramos jóvenes imberbes la mayoría, pero había también viejos. Intelectuales, obreros, curas, pastores, machistas, campesinos, neófitos, pretendidos redentores, veteranos, futuros arrepentidos, estudiantes, desempleados, buscavidas, lúbricos, puritanos, locos, cuerdos.

¿Por qué lo hacíamos? Porque sencillamente queríamos vivir tranquilos, sin que las patrullas de la guardia nos golpearan, encarcelaran o asesinaran, ansiábamos poder estudiar y divertirnos sin riesgos, anhelábamos la certeza de un porvenir distinto. Estábamos hartos de los controles, de la violencia que el sistema nos propinaba, queríamos ser escuchados sin censura, hablar libremente de sexo, de economía, de la política, de la vida, del amor y sobre lo que nos diera la gana sin ocultar nuestras opiniones. Llegar a adultos y no vernos obligados a pertenecer a un partido para conseguir empleo. Nadie pensaba en diputaciones ni cargos. Queríamos vivir sin ataduras, no más. Estas aspiraciones seguro les son familiares a ustedes, jóvenes de hoy.

La lucha nos envolvió en un torrente. Algunos sufrimos cárcel y tortura, otros murieron. Y después que creímos haberlo logrado todo, vinieron nuevos retos, nuevas dificultades. Otra guerra.

En el devenir cada quien tomó el propio camino. Unos continuamos en el afán de lograr un mejor país, otros se dedicaron a estudiar y se formaron profesionalmente, otros a hacer dinero, otros exclusivamente a formar y cuidar sus familias, otros se corrompieron, algunos se hicieron delincuentes y asesinos.

Aprendí una lección: ser partícipe de una lucha heroica, no inmuniza contra los vicios y males que hay en la sociedad.

La “juventud” es un concepto muy amplio y por eso mismo, impreciso. Existen jóvenes, personas jóvenes con muchas aspiraciones comunes ciertamente, pero también con muchas diferencias que dependen de su situación social, familiar y económica, de su nivel educativo. Y existen organizaciones juveniles que representan o tratan de representar a determinados grupos de jóvenes. Mientras mejor lo hagan, mejor, pero nunca será posible que representen a la juventud de manera total, eso es solo típico de regímenes u organizaciones totalitarias

Pero también es necesario reconocer que la condición biológica de joven, no es garantía de nada. Los dictadores no nacieron viejos. Hay experiencia de jóvenes dictadores que cometieron hechos abominables en sus países. Somoza Debayle tenía 31 años cuando dirigió en 1956, una de las jornadas de represión más sangrientas en nuestra historia, luego del ajusticiamiento de su padre. Jean-Claude Duvalier, a los 20 años, en 1971, asumió el poder en Haití y dio continuidad al régimen de terror impuesto por su padre.

En la guardia de Somoza, la mayoría era jóvenes, cipotes y muchachos como muchos de nosotros entonces. O vean ustedes la edad promedio de los grupos de choque del orteguismo. Daniel Ortega en 1979 tenía 35 años.

En sentido contrario, se pueden encontrar viejos que en su ejercicio político han sido radicalmente progresistas y democráticos.

En el transcurso de la lucha contra el somocismo no todo fue fácil. No lo era la lucha contra la dictadura claro está, y durante mucho tiempo también debatimos, agriamente incluso, sobre el mejor camino, el más efectivo, para salir del somocismo. En mi memoria guardo debates de antología en los pasillos, aulas y auditorios universitarios. Debates que eran de altura y en los que todos teníamos un poco de razón y todos aprendíamos. Esos “pleitos” llegaron a su fin, cuando la impostergable necesidad de la unidad se impuso como vital. O nos uníamos o la dictadura se prolongaría quién sabe cuánto tiempo más.

Pero hay algo más. Esos debates eran en alguna medida de las cúpulas. En los barrios, en el campo, la gente -incluyo a los jóvenes por supuesto- practicaba y demandaba la unidad. Se practicaba en casas de seguridad, en acciones conjuntas o como me dijo una vez un dirigente guerrillero, “ustedes se pelean y nosotros en el monte nos prestamos armas e intercambiamos tiros”.

También cometimos errores. Muchos.

El primero es que después de aquella hazaña de derrocar al somocismo, muchos callamos ante los errores y abusos que se cometían, incluso por otros jóvenes. Callamos por miedo, por complicidad, por comodidad o porque creímos que después habría tiempo para corregirlos. Ese después se hizo tarde y cada quien de mi generación deberá ver lo propio y si es necesario rendir cuentas.

También cometimos el error de deificar a los dirigentes. Y el endiosamiento de los líderes, pasa por diferentes etapas, desde decirles que todo está bien hasta delegar en ellos que piensen por uno mismo, o el más repudiable para mí, el servilismo.

El escritor Ernest Miller Hemingway, recomendaba a los escritores jóvenes contar al escribir con un “detector de mierda”. Creo que el consejo es válido -más allá del lenguaje procaz- para los jóvenes políticos. Y úsenlo para afuera y para dentro, eso es indispensable para que la juventud pueda ser una fuerza vigorosa y efectivamente renovadora de Nicaragua y de la política nicaragüense.

Entre los jóvenes de hoy están quienes seguramente dirigirán la reconstrucción de una Nicaragua democrática. Pero ¡ojo!, también pueden estarse incubando los futuros somozas u ortegas.

Otro consejo. Eviten verse en espejos de aumento. Es un craso error en política. Distorsiona los rostros y el entorno. Engañan.

Hay que ser como el bambú: fuerte y flexible.

Peleen, peleen y peleen por lo que creen, cuando lo hagan estén conscientes de su fuerza real: ni la sobrevaloren ni la sub estimen.

No se dejen seducir por ofrecimientos de quienes guardan los puñales en los bolsos.

Estudien, estudien, estudien. Es necesario para que los jóvenes azul y blanco, cumplan el papel que han jugado en la lucha contra el orteguismo y ante los desafíos que coronar esa lucha exige y para lo que viene después.

Identifiquen bien al adversario, que es, claro está, el orteguismo. Este no es un pleito contra los viejos.

Ahora el desafío inmediato que tienen es unirse y contribuir a la unidad de todos para salir de esta tragedia lo más pronto.

Héctor Mairena

(61 años y 45 de estar en la lucha por la libertad y la democracia)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Del FSLN al orteguismo

Han pasado más de tres meses desde el estallido de la insurrección cívica en Nicaragua. Casi 100 días en los que se ha revelado -de la forma más clara posible -la inconformidad acumulada en la sociedad nicaragüense ante la concentración de poder autoritario en la pareja y familia Ortega Murillo y el hartazgo frente a la corrupción y los abusos en todos los niveles que su gobierno promueve y practica desde hace 11 años.

Pero lo que no ha dejado de sorprender, incluso a sectores opositores, es la acción represiva del régimen de Ortega que ha cometido la más grande matanza en tiempos de paz que se conoce en el país. Más de 300 muertos, 2000 heridos y centenares de desparecidos en tres meses, marcan ya un parte aguas en la historia de Nicaragua. Y con justa razón han provocado un rechazo internacional casi unánime, a excepción de la “izquierda” retrógrada que vira la mirada ante los crímenes  de sus camaradas.

Y con la sorpresa, han surgido las preguntas ¿cómo es posible que el FSLN haya llegado hasta esto?, ¿cómo es posible que aquella Juventud Sandinista, protagonista de hermosas jornadas como la Cruzada Nacional de la Alfabetización, sea ahora un grupo de desalmados criminales? Y Ortega, el comandante revolucionario ¿cómo mutó  a dictador sanguinario, émulo de Pinochet, Videla o Somoza ?

La narrativa de la  izquierda reaccionaria -y esto ya no es oxímoron-, representada por el castrismo en Cuba, Maduro en Venezuela, Morales en Bolivia, y por supuesto por  Ortega en Nicaragua, ha trastocado la semántica, se ha apropiado de palabras como revolución,  izquierda, socialismo. Y vaciándolas de sus contenido original, denominan así prácticas y corrientes en verdad antagónicas. ¿Cómo puede llamarse “revolución” lo que ocurre en Cuba o en Venezuela? Osan en denominar “socialismo” lo que han hecho en Nicaragua, o “liberación” la ocupación que ejecutan los paramilitares orteguistas en las ciudades alzadas cívicamente.

Lo mismo ocurre con el FSLN o la Juventud Sandinista. Esos cuerpos de fieles fanáticos, solo preservan el nombre  de aquellas entidades y  no son más que turbas absolutamente controlados por los Ortega. Y de ellos son parte los grupos que  hoy matan estudiantes, mañana golpean mujeres y luego danzan agitando  felices  las banderas roji negras.

Desde finales de los años ochenta, dentro del FSLN se empezaron a dar manifestaciones de descomposición ética y social. Sin embargo, la guerra como fenómeno  abarcador, hacía que toda acción correctiva al respecto se postergara o se subordinara a la solución de esta. El prolongado conflicto militar, la carencia de controles institucionales o la inobservancia tolerada de ellos y la ausencia de una educación sostenida en valores y principios, fueron el caldo en que se incubó esa descomposición, cuyos síntomas fueron subestimados o francamente soslayados. Los sectores del sandinismo que lo advirtieron entonces, no tuvieron la suficiente fuerza para imponerse y corregir.

Luego de la derrota electoral del 90, Daniel Ortega desde su posición de Secretario General, procedió a desmontar la mínima pero existente institucionalidad del FSLN y nutrió su base de apoyo individual de los sectores beneficiados por la “piñata” y de otros, muchos de ellos procedentes del lumpen proletariado, golpeados por los planes de ajuste económico ejecutados por los gobiernos neo liberales que sucedieron a Ortega.

Este es un primer factor que contribuyó a la desaparición del FSLN y su continuidad nominal en el cuerpo orteguista de hoy.

La siguiente fuente fue la ampliación de esa base social sobre la base de los beneficios sociales posibles de ejecutar por el manejo discrecional  de la millonaria  cooperación petrolera venezolana. Esos beneficios se orientaron a consolidar su proyecto político, premiar fidelidad política mediante dádivas y no a resolver el problema de la pobreza. Si varios millones de dólares se destinaron a comprar canales de televisión para la familia, otros menos a comprar zinc  y madera para repartir entre los más pobres y comprar simpatías.

Paralelo a eso, mediante el ejercicio del poder –nepótico-  y en particular la cuota  que del mismo ha manejado Rosario Murillo, se promovió a importantes cargos estatales, desde ministerios hacia abajo, a disciplinados y fieles subordinados  a su proyecto familiar. Muchos de ellos jóvenes, inofensivos ante el autoritarismo. La misma lógica se empleó nombrando  jerarcas militares recién pasados a retiro en altos cargos, incluyendo el vicepresidente del período anterior.

Todas estas acciones obedecieron a la estrategia del orteguismo  de  disponer de un aparato estatal controlado y a su servicio, de un instrumento movilizador  de su base social, que le revistiera  de legitimidad en las calles. Con la posibilidad de activarlo, con todos los recursos necesarios, como instrumento en  los fraudes electorales o  como fuerza de choque paramilitar. En estos tres meses lo ha desplegado de la última forma  en una orgía espeluznante.

Sin embargo hay  tres  fenómenos que son la debilidad estructural inherente de Ortega, pese a la victoria que ahora alardee. De una parte la corrupción, los atropellos y el abuso que su régimen practica, han  afectado a muchos que han sido parte de su base social. En la medida que el orteguismo dejó de ser un proyecto político de un conjunto social para ser el de una familia fue labrando el aislamiento que hoy experimenta.

La merma  de la  base social del régimen reduce sus bases de apoyo beligerante a las estructuras organizadas, en su mayoría movilizadas por paga o por fanatismo. Los recursos para la paga no son ilimitados y el fanatismo es temporal ante la fuerza de los hechos. En  ninguno de los casos hay racionalidad ni convicciones sustentadas. Y ese factor es fundamental en situaciones de movilización y la resistencia social, como las que vive ahora en Nicaragua . Dicho de otra manera, son cada vez menos los orteguistas dispuestos al sacrificio por Ortega.

Sin embargo en las fuerzas sociales reveladas la situación es otra. Las convicciones  que dan legitimidad  y la cohesión son fortalezas ciudadanas. Por eso el mundo cada día es testigo como, en un país en el que se dispara a matar contra las manifestaciones cívicas, los ciudadanos han hecho de ese acto de heroísmo una práctica cotidiana. Esa es la garantía de su victoria.

(Publicado en Mundiario– España, 24 de julio del 2018)

(Se autoriza y agradece su reproducción, citando debidamente autoría)

Algunas enseñanzas de la crisis de la socialdemocracia europea

La socialdemocracia, variada, vieja y todavía fuerte corriente política, sufre una ya prolongada crisis. Crisis que es particularmente grave y evidente en Europa. Los resultados obtenidos por el Partido Social Demócrata Alemán en las elecciones de septiembre pasado y el impasse sobre su participación o no en una coalición para gobernar, prolongado durante meses, constituyen el elemento más notorio del último año.

Desentrañar las causas de esa crisis, y en consecuencia las soluciones, no es sencillo. Las causas son muchas y muchas también -en tanto diversas-, las respuestas que se requieren para superarla.

Sería un error presentar el panorama como tabla rasa. No. Hay diferencias entre el estado de la social democracia en la Europa del Norte, por ejemplo, al estado de la misma en Alemania o en la Europa latina. Pero en el panorama actual, los gobiernos socialdemócratas, o en los que estos participan, son considerablemente los menos.

Mientras el Partido Social Demócrata Sueco gobierna -todavía- con holgada comodidad, y en Noruega los laboristas lograron en el 2017 una escasa mayoría, otra situación es la que se vive en el centro y en el sur de Europa.

Los resultados de septiembre del 2017 para el Partido Social Demócrata confirman su declive de los últimos 20 años. En 1998, con Gerhard Schröder como candidato, logró su máximo histórico con un 41% de los votos. En  las elecciones de septiembre del 2017 obtuvo el 20.5%  (la mitad  de aquel lejano 41%).

En España, entre el 2008 y el 2016, el PSOE vio disminuido su caudal electoral en casi 6 millones de votos: de los 11.289.335 que logró en las elecciones generales, cuando fue electo para un segundo período José Luis Rodríguez Zapatero, a los 5 millones y medio que logró Pedro Sánchez como candidato en junio del 2016.

En Francia, en el 2012, Francois Hollande obtuvo (en segunda vuelta) el  51,7% de los votos, frente al 48,3% de Nicolás Sarkozy. En 1988, Francois Mitterrand, había iniciado un segundo período con el 54% de los votos. Pero el año pasado, el Partido Socialista perdió el gobierno  con el peor resultado de los últimos 50 años al lograr  un exiguo 6% de los votos.

Ya antes, el PASOK, de Grecia, había experimentado un gradual descenso en su caudal electoral: de un promedio sostenido de un 42%  entre 1981 y 2009, cuando inició su debacle, hasta un catastrófico 4,79% en el 2015.

¿Que ha pasado? ¿Cómo es posible que fuerzas tan emblemáticas como el PSOE o el PASOK, baluartes de la construcción de la democracia en España y Grecia, vean descender su influencia así? ¿Por qué la socialdemocracia, la fuerza política que construyó el estado de bienestar en Europa, ha experimentado este derrumbe?

La primera gran enseñanza que salta ante todos, es que en las sociedades democráticas, ninguna mayoría es inmutable y que por lo tanto, obtenerla y preservarla, es tarea diaria de los partidos políticos.

El contexto mundial de la globalización, afianzado y acelerado en los últimos 20 años, ha conllevado transformaciones económicas, culturales, sociales y políticas. Y con ello nuevos problemas, nuevos desafíos. Esto es particularmente cierto en Europa, donde se vive el más avanzado proceso de integración. La relativización de la soberanía de los estados nacionales frente a las entidades supranacionales, la unidad monetaria, el libre comercio y tráfico de personas, son realidades y avances indiscutibles, pero no han eliminado las diferencias de desarrollo y de nivel de vida entre los países y a lo interno de cada uno.

La socialdemocracia ha sido clara y consecuente en que es europeísta y defensora de la integración -frente a una derecha ultranacionalista y separatista-, pero no tiene todavía una propuesta acabada de cómo lograr una Europa integrada, solidaria, con estados nacionales fuertes y en progreso, que no esté sometida a la lógica neoliberal  que marca el gran capital financiero internacional.

Los flujos migratorios desde los países árabes y africanos, unido a la movilización de ciudadanos europeos hacia los países con economías más sólidas, son una presión permanente, especialmente sobre Alemania y los países nórdicos. Son, de lejos, actualmente el principal problema social en el continente. Frente a ello no ha habido una respuesta diáfana y consistente de la socialdemocracia. La pregunta ¿cuál y cómo debe ser la política migratoria europea, interna y externa?, sigue planteada.

Los dirigentes de la ultraderechista alemana, AFD, suelen repetir el lema “Nuestros pobres primero”, en el afán de erigirse en los defensores de  los pobres de Alemania. Pobres y capas medias bajas que, por cierto, ven en los refugiados o inmigrantes europeos, una amenaza que les podría arrebatar sus puestos de trabajo o por quienes sus beneficios sociales podrían verse disminuidos. Esto lleva a la siguiente pregunta : ¿No representa  la socialdemocracia a los pobres? ¿ha dejado de hacerlo?

En algunos países se percibe una separación entre las prioridades y las exigencias de la dirigencia socialdemócrata y la masa votante. Para decirlo de otra manera entre “la alta política” y la “vida diaria” de las mayorías.

En diciembre pasado, en la conferencia internacional realizada en la víspera del  congreso ordinario del SPD, Sigmar Gabriel, hasta hacía poco su presidente, señalaba que ellos habían mantenido en alto, coherente y correctamente,  las banderas  de los derechos de la comunidad de la diversidad sexual y el tema ambiental. Sin embargo, la que fue la principal demanda de los trabajadores durante muchos años, la necesidad de una ley de salario mínimo, la habían mantenido en un segundo plano. Fue hasta en el 2015  -con el impulso socialdemócrata, como no- que se aprobó la ley correspondiente.

Pero no solo es la ultraderecha la que disputa la representación de los más pobres y de las capas medias bajas a la socialdemocracia, como lo hace el Frente Nacional en Francia o la AFD en Alemania. También desde el lado izquierdo surge competencia. Así en España irrumpió con fuerza Podemos y en Grecia Syriza.

Las fuerzas social demócratas han ejercido la lucha parlamentaria con vigor, pero en la mayoría de los casos sacrificando la acción política cotidiana, el trabajo cara a cara con los ciudadanos. Su presencia en las calles se reduce a las campañas electorales. Mientras, la competencia, de derecha y de izquierda, sí recurre a las  demostraciones, a la política cercana al ciudadano de a pie. No es posible que los ciudadanos solo sean apelados para solicitar  su voto. No es políticamente correcto ni estratégicamente sostenible.

La socialdemocracia está obligada a realizar un profundo proceso de reflexión ideológica y encontrar respuestas a viejos y nuevos problemas con los principios de siempre, con los que nació. El progreso, la democracia, la equidad, la libertad y la autodeterminación, son propósitos válidos en un mundo que es -tiene que ser y lo seguirá siendo- global, interconectado e interdependiente.

(Publicado en Mundiario-España, 22 de marzo del 2018)

Cien años de una revolución que se fue

Frente al imponente edificio de la Universidad Lomonósov, en Moscú, el pintor peruano –comunista para más señas- preguntó a la catedrática soviética:  “¿Cuáles son las corrientes actuales más importantes en la plástica rusa?”. La doctora en artes, entre sorprendida e indignada, respondió “¡En la URSS, solo hay una: el Realismo Socialista !”. Corría el año 1976.

Casi para esos mismos días, los partidos comunistas de España, Francia e Italia, los dos últimos especialmente poderosos, renunciaron abiertamente a la premisa- tenida hasta entonces como dogma en el marxismo-leninismo de la instauración de la dictadura del proletariado como condición para construir el socialismo. A contrario senso de Moscú, reivindicaron la democracia y el pluripartidismo. Aquello fue interpretado como una rebelión y los descalificativos -muchos de ellos todavía en uso por la izquierda más ortodoxa- contra los “disidentes”, abundaron: traidores, revisionistas, agentes de la CIA, entre otros.

La revolución rusa de octubre de 1917 que abrió paso al establecimiento del socialismo en lo que después fue la URSS y marcó su impronta en el siglo XX, celebra su centenario. Y el hecho, sin duda relevante, ha provocado que defensores y críticos en el mundo entero, se enzarcen en debates de todo tipo y calidad.

Pero esa revolución que en los manuales del viejo materialismo histórico, marcaba el inicio de una nueva época, naufragó.

La visión reduccionista de la realidad, el intento de establecer una ideología como la cultura de la sociedad, pasando por alto la diversidad que la caracteriza, y la negación de la democracia como una necesidad histórica, sentenciaron a muerte el socialismo soviético desde muy temprano. El socialismo en la URSS, nació y se estableció como sistema en medio de muchas dificultades, y sobrevivió siete décadas, pero se derrumbó estrepitosamente apenas se plantearon reformas para establecer la transparencia (glásnot) en la política y las reformas modernizantes (perestroika) en lo económico.

La gigantesca burocracia y el estricto control del omnímodo PCUS, ocultaban las heces y las debilidades estructurales del sistema. Pero un sistema que niega el ejercicio de las libertades ciudadanas y abandona al ser humano como centro de su gestión, aunque  sea en nombre de la clase o el pueblo, está condenado inevitablemente a fenecer.

Por eso,  quienes de manera simplista atribuyen el derrumbe del socialismo soviético y sus consecuencias -la desaparición de la llamada comunidad de países socialistas-,  a la gestión personal de Mijail Gorbachov, no hacen más que reconocer la debilidad innata del socialismo soviético. Este mismo razonamiento simplista, es el que atribuye a Stalin –y no al sacrificio del pueblo soviético- la victoria sobre la invasión hitleriana y el aporte de la ex URSS  a la derrota del fascismo. Y lo peor: excusan de esa manera los crímenes del estalinismo.

¿Cómo puede ser legítimo un sistema que necesita un dictador para defenderse y que no resiste una reforma democrática ?

Quienes defienden a ultranza el modelo soviético, esgrimen como uno de sus argumentos, la solidaridad que en nombre del Internacionalismo Proletario practicó la antigua URSS con muchos pueblos. Dicha solidaridad, que no fue incondicional, era parte del cálculo soviético en el contexto de la Guerra Fría. Y se dio en cuanto fue funcional a sus intereses estratégicos. La otra cara de la moneda fueron las invasiones a Hungría (1956), a Checoslovaquia (1968) y a Afganistán (1979), las dos primeras para aplastar movimientos democráticos nacionales y la tercera para afianzar un poder afín, objetivo que no alcanzaron y que dejó un saldo doloroso con miles de jóvenes caídos lejos de su patria. El síndrome de Viet Nam no conoce de ideologías.

La revolución rusa concitó en su momento las esperanzas de los pueblos oprimidos del mundo, y presentó la posibilidad real de construir un sistema alternativo al capitalismo. A partir de ella, el socialismo, como ninguna otra causa política en la historia, movilizó a millones  de personas y otros tanto de miles, entregaron su vida creyendo en sus postulados. Pero como en otras experiencias, las deformaciones que sobrevinieron, enterraron las legítimas expectativas

Ninguna revolución se ha dado reivindicando el establecimiento de una dictadura. La revolución rusa triunfó contra el zarismo  demandando “Pan, paz y tierra“. Tampoco son las intenciones ni los actos heroicos que se producen, los que cuenta para valorar la justeza de una causa, son los resultados y es el saldo neto el que se registra. Y la revolución rusa, no superó el escrutinio de la historia.

(Publicado en MUNDIARIO- España, 6.11.2017)

A 38 años Daniel Ortega resucitó el somocismo

El 19 de julio se cumplen 38 años del derrocamiento de la dictadura somocista. Sin duda la fecha más trascendente en la historia de Nicaragua. Sin embargo, su significado y sus consecuencias -incluso sus causas últimas- son todavía objeto de debate. Las opiniones divergentes surgen no solo porque como hecho político y social albergó las contradicciones de la sociedad nicaragüense. Se dan también porque muchos de sus protagonistas, como cronistas e historiadores, o mediante el testimonio, impregnan de su experiencia personal la narrativa y la interpretación de lo ocurrido.

Pero la mayor alteración ha provenido de los intereses propagandísticos del régimen de Ortega, que ha pervertido el análisis ecuánime de los hechos. Como dijo alguna vez Fidel Castro, “la historia es un sub producto de los hechos”. Y la versión oficial la escribe el poder, alterando o negando hechos, quitando o colocando protagonistas.

El derrocamiento del somocismo significó innumerables actos de heroísmo individual y colectivo, precisamente por eso se ha tendido a mitificarlo. O desde el otro lado, a satanizarse. Lo uno y lo otro, explicable en una sociedad dada a atribuir a causas providenciales los hechos extraordinarios. Pero no fue ni milagro ni suceso espontáneo. Fue el desenlace de un conflicto acumulado por décadas entre las fuerzas democráticas y la dictadura. Y así como esa jornada de lucha por la democracia no fue la primera, pues la historia precedente a julio del 79 es abundante en intentos políticos, guerrillas y alzamientos que enarbolaron las banderas democráticas, tampoco sería la última.

El derrocamiento del régimen somocista solo fue posible cuando se cristalizó la acción conjunta de las fuerzas democráticas y la incorporación masiva de la población en la fase final de la insurrección armada. Ello fue el resultado deliberado de la labor previa, coronado en un contexto internacional favorable en el que también se materializó un apoyo plural, igualmente pre concebido y cultivado. Así fue posible resolver en favor de la democracia, la contradicción principal que había gravitado en la sociedad nicaragüense desde la década de los años treinta: democracia vs. dictadura.

En lo social, la participación anti somocista abarcó un amplio arco que alcanzó los extremos la sociedad: desde los sectores de la burguesía excluida del usufructo del poder, hasta el lumpen proletariado. Un acierto indiscutible del FSLN -de la fracción insurreccional en particular- consistió en concretar esa alianza en lo político, sobre la base de un programa democrático que concitó un consenso nacional inédito e irrepetible hasta ahora

Y aunque el sandinismo fue la fuerza hegemónica, es necesario recordar -aunque parezca obvio- que no fue la única en la amalgama anti dictatorial.

En el plano político dos grandes bloques coincidieron en el objetivo de ese momento histórico. De una parte, el bloque de centroizquierda articulado en el Movimiento Pueblo Unido (MPU)-Frente Patriótico Nacional (FPN); y el de la derecha democrática agrupada en el Frente Amplio Opositor (FAO).

En lo militar, el FSLN con sus tres expresiones, tuvo el predominio absoluto, si bien en la insurrección final operaron unidades menores del Partido Socialista Nicaragüense (PSN) a través de la llamada Organización Militar del Pueblo (OMP), subordinadas al mando sandinista y minúsculos grupos del maoísta Movimiento de Acción Popular (MAP) que actuaron al margen.

Mención aparte ameritan los medios de comunicación y el gremio periodístico, que durante décadas fueron un vehículo cotidiano de denuncia contra los Somoza. ¿Como escamotear el papel jugado por La Prensa y su director Pedro Joaquín Chamorro? ¿O por Radio Corporación y otras emisoras? Aunque dicho rol haya sido indiscutible, ese aporte hoy la versión orteguista lo desdeña.

El derrocamiento del somocismo, que debió abrir paso a un proceso democrático, devino en la Revolución Popular Sandinista. De la hegemonía sandinista en la etapa final de la lucha contra a dictadura, se pasó al dominio del FSLN no más arrancar la década de los ochenta. El pluralismo político, uno de los tres pilares del programa convocante a la alianza anti somocista, muy pronto pasó a administrarse a conveniencia y solo se toleró en la medida que no pusiera en riesgo el nuevo poder.

Las consecuencias no tardaron. Ya en el primer año post somocismo, se inició una rápida decantación de las fuerzas políticas, esta vez en torno al nuevo conflicto sandinismo vs. anti sandinismo. Los errores cometidos en la gestión económica, la pérdida de la base social campesina y una temprana alineación con los países socialistas -pese al enarbolado no alineamiento en política exterior-, terminaron por destruir el consenso.

La abierta injerencia de la administración Reagan, fue un acicate a los restos del ejército somocista derrotado y a la inconformidad en el campo, la confrontación se radicalizó, las conquistas sociales naufragaron prontamente y sobrevino la guerra civil, cuyas consecuencias dividieron y desangraron el país hasta el límite.

Con el retiro del apoyo militar de la URSS -sometida ya a su propia crisis terminal, la economía del país destruida por la guerra y sobre todo con la mayoría ciudadana clamando un cambio, el FSLN se vio irremediablemente obligado a finales de los 80, a convocar elecciones adelantadas, mismas que fueron observadas como ninguna otra antes en la historia latinoamericana. Los resultados abrieron -de nuevo- la posibilidad de enrumbar al país hacia un proceso democrático, camino que el orteguismo aliado con el liberalismo corrupto, se encargaría después de destruir, de la misma manera que destruyó al viejo FSLN para convertirlo en una agrupación de dóciles, sometidos al mando de una familia.

Si bien el 19 de julio de 1979 significó el fin del régimen somocista, su herencia cultural sobrevivió en la práctica y en el sub consciente de importantes sectores de la población e incluso entre militantes y dirigentes del FSLN. La revolución no logró -si acaso lo intentó- desterrar esa herencia nefasta del somocismo. En los últimos diez años ha rebrotado bajo el poder orteguista, que ha revertido las conquistas democráticas y resucitó las prácticas y los anti valores del régimen derrotado en julio de 79.

Vino nuevo -y ya no tanto- en odres viejos, por eso -y tampoco esta vez por milagro- ya en irreversible proceso de descomposición.

(publicado en MUNDIARIO-España 14 de julio, 2017)

Dos crímenes totalitarios, dos libros: El olvido que seremos y El hombre que amaba los perros

No suelo comentar libros ni mucho menos hacer crítica literaria, práctica esta última que me parece absolutamente necesaria, pero que requiere de quien la ejerce,  la sapiencia debida y una alta dosis de arrogancia intelectual. Yo no tengo la cualidad de la sabiduría y la arrogancia es un pecado que procuro no cometer.

Tampoco ahora comentaré ningún libro ni haré crítica. Solo compartiré los sentimientos y reflexiones que me han provocado en su momento dos libros sobre los que se estará hablando en Nicaragua en estos días.

Dos libros sobre dos crímenes, crímenes políticos, resultados del absurdo de la intolerancia uno y de desvaríos ideológicos el otro. Ambos conectados por su causa última y común, el miedo de los totalitarios. Totalitarios cuyos afines y ellos mismos, todavía gravitan en el escenario latinoamericano.

Carta a una sombra, filme basado en la novela El olvido que seremos, de Héctor Abad Facioline, se presentará como parte del evento Centroamérica Cuenta 2017.

Hace algunos años, cuando terminé de leer El olvido que seremos, escribí : “es un libro que deberíamos leer todos los hijos”. Quiero decir que todos deberíamos leerlo como hijos, porque todos lo somos. Y los latinoamericanos hijos, ciudadanos de países, además, en los que la violencia ha sido la vía principal para dirimir los grandes conflictos sociales, pero también a la que han recurrido grupos mafiosos -desde el poder y fuera de él- para preservar sus intereses.

Es este un libro de amor, un libro del amor que don Héctor -el médico, el humanista- prodigó a su hijo, a su familia, a la humanidad y del recuerdo amoroso de Héctor hijo, hacia su padre asesinado, una víctima más del drama que vivió Colombia durante las décadas pasadas y del que apenas empieza a salir.

A partir de su propia experiencia dolorosa, Héctor -el hijo, el escritor- nos hilvana el contexto en que él y su familia vivieron tan inmenso dolor .

La violencia que vivió Colombia –y de la que aún no termina de liberarse totalmente porque delincuentes con el ropaje de guerrilleros revolucionarios, persisten en un despropósito- tiene sin duda profundas causas sociales, pero se vio prolongada en el tiempo y con ello multiplicada su secuela de odio, desarraigo, dolor y daños materiales, porque las cúpulas paramilitares,  las del narcotráfico, de las FARC y el ELN, hicieron de ella un negocio.

Pero El olvido que seremos también debe ser leído a la luz de la necesidad de la paz. De la paz para que no haya víctimas como el doctor Abad Gómez, ni necesidad de defender los derechos humanos porque serán respetados. Por eso cuando digo paz, digo también democracia, justicia social. A riesgo de parecer retórico, hay que repetir que estas son condiciones para aquella, y corresponde en primer lugar a los que como quiera que sea han llegado al gobierno, la responsabilidad de respetarlas o lograrlas. En caso contrario, el ciclo volverá y nunca se sabe cuánto dura y cómo terminará.

El hombre que amaba los perros, del escritor cubano Leonardo Padura será comentada en Managua en las próximas semanas por tres intelectuales, en un foro organizado por el PEN Club de Nicaragua.

La historia oficial de la ex URSS no mencionaba el papel de León Trotski como dirigente revolucionario. Lo ignoró y lo eliminó de los murales alusivos a la revolución rusa, habiendo sido él uno de los más brillantes cabecillas de tal hecho. Se le calificaba como traidor, sin demostrar y explicar nada, no más el empeño en desacreditarlo. La presunta traición fue la razón –suficiente según Stalin y los estalinistas que lo sostienen todavía, porque los hay- para mandarlo a asesinar. Y es que en nombre de revoluciones libertarias se ha asesinado, previa estigmatización de traidor, a camaradas de lucha que advirtieron los abusos y los peligros interiores provenientes del poder. Bien lo sabemos en Nicaragua.

Además de la calidad literaria de la novela de Padura, que nos lleva de la mano por tres historias a la vez, pero con la del asesino de Trotski como eje, su principal mérito es presentarnos los hechos desde el lado de Mercader en su vejez, tomando radical distancia de las versiones oficiales que en Cuba, como en la antigua URSS, distorsionan la historia, alterando o soslayando los hechos. Ramón Mercader es el hombre que amó los perros, el asesino que vivió largo tiempo en La Habana, protegido bajo otro nombre. Antes, en 1960, luego de haber cumplido condena por 20 años en México, había viajado a Moscú a recibir la ciudadanía soviética, el grado de coronel de la KGB y el nombramiento de Héroe de la URSS. Nikita Jruschov, el mismo que denunció muchos de los crímenes de Stalin, fue quien lo distinguió.

El asesinato de Leon Trotski, es una vergüenza que  cae sobre esa “izquierda” necia y prehistórica, que incapaz de asumir con espíritu crítico las lecciones del pasado, persiste en ver traidores, imperialistas, vende patrias y similares, en quienes asumimos la crítica y la democracia, como valores y prácticas indispensables para hacer política honesta. Es la misma que con sus garrafales y recurrentes errores llevó al fracaso los experimentos socialistas, la misma que en nombre de presuntas revoluciones todavía es capaz de asesinar, como en Venezuela ahora. Es la misma que nunca entendió que  democracia y libertad se suponen mutuamente y que sin ellas las propuestas del socialismo, son imposibles.

La película El Elegido es una versión sobre el magnicidio, que recrea con bastante fidelidad los hechos. Sin que la sustituya, ni mucho menos, es una manera de ver parte de lo que se cuenta en la novela de Padura. De ella me queda el grito desgarrador de Trotski, cuando el asesino le clava el piolet en la cabeza “porque el partido y el camarada Stalin, así lo habían decidido”.

 

De izquierdas e «izquierdas» en América Latina

La muerte de Fidel Castro, la destitución de Dilma Rousseff de la presidencia de Brasil, la crisis terminal del gobierno de Maduro en Venezuela y la confirmación de la naturaleza dictatorial del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua figuran entre las principales noticias latinoamericanas del año que finaliza. Todas vinculadas a lo que se llama genéricamente, y por eso erróneamente, “la izquierda”.

La izquierda nunca ha sido una corriente homogénea. Particularmente en América Latina en los años sesenta y setenta, se identificaban como sujetos de la izquierda a los viejos partidos comunistas y a los entonces emergentes movimientos guerrilleros de liberación nacional, mediando entre unos y otros profundas diferencias tácticas y estratégicas, casi nunca resueltas.

Hoy es posible diferenciar en ese conglomerado que se denomina izquierda – aunque también podría aplicarse a “las derechas”-, dos grandes grupos. De una parte la “izquierda” autoritaria y corrupta, y por lo tanto reaccionaria. Y de otra, la izquierda democrática, progresista. Si en el primer caso el oxímoron es solo aparente a la luz de los nuevos tiempos, en el segundo el pleonasmo es necesario.

El tema no es baladí. Las diferencias se marcan a partir de las posturas y acciones que asume e impulsa cada fuerza, desde la oposición o desde el gobierno, frente a los dos principales problemas comunes en Latinoamérica: las amenazas a la institucionalidad democrática en varios países, que en algunos ya es autoritarismo establecido y la corrupción en las esferas gubernamentales. Para poner ejemplos en los extremos, señalemos la gestión del gobierno del Frente Amplio en Uruguay y la de Daniel Ortega en Nicaragua. Si en el primero hay un respeto al sistema democrático y políticas claras contra la corrupción, en el segundo, el estado de derecho -fundado en las conquistas de la revolución sandinista del 79-, ha sido aniquilado y la corrupción no solo es tolerada, sino promovida.

O bien el caso las posturas de Dilma Rousseff en Brasil y de Evo Morales en Bolivia. Mientras la primera admite su destitución aunque la considera ilegítima pero legal por parte del senado brasileño, el segundo anuncia con desparpajo que recurrirá a triquiñuelas para intentar ser reelecto, todo a contrapelo de la voluntad ciudadana expresada en el referendo de principios de año.

La descomposición de esta “izquierda” obedece a factores diversos.

Uno de los más relevantes es el caudillismo, que alcanzó máxima expresión en Fidel Castro y Hugo Chávez. El caudillismo traducido en poder unipersonal como negación de la institucionalidad de sus partidos y estados.

En el caso de Castro una influencia unipersonal más allá de Cuba, por dos razones. Fidel encabezó la primera revolución armada triunfante en el continente orientada al socialismo, y a partir de tal hecho construyó su mito y en los hechos se le atribuyó una infalibilidad política que fue alimentada por una izquierda que con precaria elaboración teórica, optó por asumir como verdades indiscutibles las consideraciones de Castro, fuesen sobre el tema de la lucha armada como vía para llegar al poder, lo “impagabale” de la deuda externa de los países pobres o la validez del modelo cubano.

El fracaso del Socialismo Real y con él de los regímenes de partidos únicos en Europa al finalizar el siglo XX, despojó a la izquierda mundial de los referentes necesarios para articular un nuevo proyecto político y económico, alternativo al capitalismo. No obstante, en América Latina, el enorme costo social de las políticas económicas correctivas y de ajuste aplicadas en los años 90 por los gobiernos neo liberales, dio paso a un descontento que encontró expresión electoral en las opciones populistas, denominadas a sí mismas de izquierda. Así, estas fuerzas se encontraron, a finales de los noventa y al despuntar el presente siglo, con potencial electoral pero sin propuestas consistentes, ni para perfeccionar la democracia ni para establecer un modelo económico distinto.

Huérfanos de referentes y carentes de propuestas propias, se refugiaron en el populismo, y fieles a la tradición latinoamericana (de derecha) e imitando el viejo modelo cubano, sus líderes –Ortega, antes Chávez ahora Maduro y hoy Morales– se erigieron en los nuevos caudillos imprescindibles para las revoluciones que dicen llevar a cabo. Pero todo ello, además, a costa de la democracia en sus respectivos países. Y como autoritarismo y corrupción se nutren y se encubren mutuamente, también han convertido el erario en botín y el tráfico de influencias en práctica cotidiana.

Si bien los regímenes de esta “izquierda” reaccionaria son una realidad, también es cierto que están sometidos a una creciente oposición interna. Y, como en el caso de Venezuela, con pobres perspectivas de mantenerse en el gobierno a mediano plazo. La izquierda democrática en Chile o Uruguay, desde las coaliciones gobernantes, avanzan –no sin dificultades–, pero sometiéndose a las normas de la democracia en competencia con otras fuerzas democráticas, incluyendo las de derecha.

Mientras nos adentramos al siglo XXI, en un panorama sumamente complejo y riesgoso, que demanda eficiencia política y reflexión intelectual para hacer frente exitosamente a los impostergables retos de preservar el sistema democrático, extirpar la pobreza y la corrupción, y conquistar la paz mundial, cabe reconsiderar las denominaciones tradicionales de las fuerzas políticas. Acaso sea tiempo de caracterizarlas simplemente como democráticas o no democráticas y definir su naturaleza por los programas que proponen a los ciudadanos. Y, sobre todo, por su práctica, porque como decía el viejo marxismo, ésta es el supremo criterio de la verdad.

(Publicado en el MUNDIARIO- España, el 22 de diciembre del 2016)

¿»Unidad» sectaria?

Las posiciones y propuestas frente a dos temas definen la naturaleza progresista o no, de las fuerzas políticas en el actual contexto latinoamericano. Y ello abarca tanto el variado espectro de derechas, como el de las denominadas izquierdas, también diverso y multiforme. Y esto es válido para Nicaragua.

Los temas son democracia y corrupción.

En las últimas décadas, fuerzas definidas como izquierda, han tenido en varios países latinoamericanos la posibilidad de llegar a ser gobierno. Y lo han hecho mediante elecciones, en el contexto de la -antes doctrinariamente denostada- “democracia burguesa”. Más tarde o más temprano, algunas de ellas hicieron públicas sus intenciones de deshacer las reglas de esa democracia. No para perfeccionarla ni profundizarla, sino para perpetuarse en el poder y llevar a cabo -según ellos- revoluciones que solo existen en el discurso.

La frase de Hugo Chávez en su toma de posesión presidencial, el 2 de febrero de 1999, “Juro sobre esta moribunda constitución…”, más que un recurso retórico que él tanto acostumbraba, fue la anunciadora de lo que vino después, tanto en las restricciones a la democracia -que no han sido mayores por la unidad y la fuerza de la oposición democrática que las ha impedido- como en la desastrosa gestión económica, procesos -ambos-que han colocado a Venezuela en el estado calamitoso actual, y cuyas consecuencias pagan los más pobres, en nombre de quienes, precisamente, se dice que hay una revolución. Y la corrupción en el gobierno venezolano ha ido a la par.

En cambio, fuerzas progresistas de izquierda que han gobernado en el contexto de las reglas de la democracia, no sin reconocer sus imperfecciones, como en Chile, han enfrentado –pagando sus costos políticos- las consecuencias de las manifestaciones de corrupción. Incluso en Brasil -más allá de la responsabilidad de Dilma Rousseff y de la ilegitimidad de su destitución- ha prevalecido el respeto al funcionamiento de las instituciones. No se le ocurrió a Dilma, durante su mandato, reprimir a los que anunciaban sus intenciones de destituirla, disolver el congreso o despojar a los  congresistas de tal investidura. Tampoco dijo al ser destituida “Vamos a gobernar desde abajo”.

Y lo apuntado antes sobre Venezuela no es casual. No solo por la identidad ideológica del chavismo y el orteguismo, que se precian ambos de «izquierda», sino porque la actualidad de Venezuela puede ser nuestro futuro. En Nicaragua, como bien sabemos, el régimen ha destruido la democracia y establecido la corrupción. Porque es aquella la que impide esta, o al menos posibilita, cuando las instituciones funcionan, que sea detectada, perseguida y castigada.

De lo anterior se desprende que el arco de alianzas a configurar para enfrentar exitosamente al orteguismo, debe tener de forma inequívoca, como ejes programáticos transversales, el restablecimiento de la democracia y la extirpación de la corrupción, desafíos íntimamente interrelacionados uno al otro. Y en la composición de esa alianza, no debe haber ninguna exclusión de quienes asumen consecuentemente esas banderas.

Sin embargo, la sola declaración de la necesidad de constituir esa alianza e incluso la voluntad de hacerlo, no es suficiente. Es claro que el universo de fuerzas opositoras al orteguismo no es homogéneo. Y me refiero a las fuerzas auténticamente opositoras, no a las que desempeñan voluntariamente el papel de «opositores», pero que están al servicio del régimen.

El pecado del sectarismo y de la autosuficiencia es fatal en política. Y en Nicaragua no es la izquierda democrática, representada en el MRS, quien lo padece. Por el contrario, ha sido por la correcta identificación de las contradicción fundamental de esta etapa histórica, hecha desde sus instancias,  que impulsa -en calles y salones-  el modelo de alianza más adecuado para hacer frente al régimen.

Pero si bien hay sectores en los movimientos sociales progresistas que padecen de sectarismo, o un comprensible pero ya injustificable prejuicio anti partidos, es desde la derecha doctrinaria, opuesta ciertamente al orteguismo, que más se agitan viejos fantasmas o se levantan obstáculos para una unidad amplia frente al régimen.

La experiencia histórica está a la vista: los grandes hitos en la lucha por la democracia en Nicaragua, solo se han conseguido con frentes amplios, diversos ideológicamente y multiformes orgánicamente. Otros intentos fracasaron o sucumbieron ante el poder que se pretende desplazar.

Más tarde o más temprano, ese frente amplio por la democracia en Nicaragua, y cuyas bases existen, se concretará exitosamente. Quienes lo retrasen, sólo estarán prolongando al orteguismo en el poder, vale decir atrasando la conquista de la democracia.

 

 

Ortega se repite con el ego dolido

El 19 de julio, a plaza y calles adyacentes llenas, como no, Ortega habló 53 minutos. Su intervención, que no alcanza a ser discurso, me recordó al diputado somocista Luis Felipe Hidalgo. El susodicho tenía un programa sabatino llamado pomposamente Fórum Político, escenografía con pódium y un letrero enmarcado pomposamente en un par de columnas griegas dibujadas. Hidalgo hablaba de cualquier cosa durante media hora, en una improvisada, exótica y divertida mezcla de temas. No digresiones, desorden total. Pero con un eje: reiterarle su fidelidad al jefe y repetir una y otra vez los descalificativos contra la oposición.

El pasado martes Ortega se refirió -rozó- varios temas y a salto de mata dijo algo del cambio climático, de la -según él- conspiración internacional contra Maduro, de sus paisanos liberteños, de Chávez, de Fidel, de las nuevas misiones a las comandancias, de la fidelidad de su señora esposa y manifestó su dolor porque el sandinismo-¡hace 21 años! -se expresó en el surgimiento de una nueva opción política.

No hay duda que Ortega tiene fijaciones y furia contenida.

Al arrancar la década de los años noventa el fin de la Guerra Fría con la desaparición del Socialismo, la pacificación de Centroamérica y la derrota electoral del FSLN en las elecciones de febrero, se configuró un nuevo contexto para la acción política. Nicaragua había iniciado un complejo período de la guerra a la paz y el camino hacia la profundización de la democracia institucional, con una sociedad políticamente polarizada. El sandinismo, para sobrevivir fiel a sus principios debía aprender de las contundentes lecciones de la historia reciente, debía redefinir su estrategia preservando su identidad sandinista al mismo tiempo de asumir de manera inequívoca su compromiso con la  democracia. Y eso Ortega no quiso o no pudo entenderlo. Y no quiso o no pudo entenderlo, porque su concepción de la política y del poder es –ya era entonces- primitiva y prebendaria. Así, impidió el debate, y recurrieron, sus claques y él mismo, como lo hizo el martes, al descalificativo y a la calumnia, cuando no a la pedrada, el garrote o la amenaza.

El documento Por un Sandinismo que vuelva a las mayorías, hizo públicos en febrero de 1994, los planteamientos que una parte importante de la militancia sandinista había expuesto internamente. Al conocerlo, Ortega tuvo un ataque de furia porque asumió los planteamientos como una crítica contra él (furia que parece perdurar). Y ciertamente lo eran, en la medida que había iniciado la privatización y el desmontaje del frente, en función de sus entonces inconfesables propósitos.

La fundación del MRS,  en mayo de 1995, se da porque  aquel FSLN -el de la mística, el de Sandino, el que procuraba interpretar la realidad para actuar correctamente, el de las mayorías- definitivamente no existía más. Ortega lo había destruido, lo había despojado  del sandinismo, mudándolo a un proyecto familiar dinástico, en las antípodas de los principios que le habían dado origen.

Pero a 21 años de aquellos hechos, Ortega sigue adolorido. Y en su reducido vocabulario, y a falta de argumentos -porque es autoritario y no presenta ni debate ideas- sigue repitiendo los mismos calificativos de entonces. Con la diferencia que ahora está desnudado en su naturaleza dinástica y dictatorial, aferrado al continuismo en el poder, arropado por los millones de dólares de los que se ha apropiado y con la protección de una cúpula militar y policial cómplice de su proyecto. Él ha tenido un evidente cambio de bando, quienes nos separamos del orteguismo a causa de ello, seguimos fieles a los principios del sandinismo : soberanía, democracia, justicia social.

Ortega no dijo nada nuevo. No habló de los problemas actuales que preocupan a los ciudadanos. No habló del brote de dengue en Jalapa, del desempleo, de la inseguridad en el campo y que es creciente en las ciudades, de la destrucción de Bosawás, de de la carestía de la vida. No. Repitió peroratas y calumnias.

¿A plaza llena? Si. Somoza también llenó la plaza el 1 de mayo del 79, y a voz en cuello su militancia le coreaba “No te vas, te quedás!” Y ya sabemos que pasó pocas semanas después. Y el 21 de febrero de 1990, en el cierre de campaña del FSLN, en la plaza hubo más asistentes que los votos obtenidos cuatro días después.