Entiendan: no es no.

El domingo 21 de febrero Evo Morales perdió la consulta ciudadana. Eso significa que si respeta los resultados, no podrá presentarse como candidato presidencial en el 2020. Y esos resultados no son de menor importancia en el actual contexto latinoamericano, en el que el régimen Venezuela, insignia y soporte económico de los países ALBA, se hunde cada día más y nuevos aires democráticos ponen en jaque al populismo en el continente.

Evo Morales, surgido de un legítimo ascenso las luchas sociales de los agricultores de la hoja de coca, fue electo democráticamente como presidente de Bolivia por vez primera en el 2005, pero -como otros tantos- fue presa del síndrome de la indispensabilidad, germen del caudillismo: «Sin mí, el diluvio».

Desde la presidencia impulsó amplias reformas constitucionales que rediseñaron y redefinieron el estado boliviano, pero que también le permitieron reelegirse en el 2014, bajo el original artificio que con la nueva Constitución se había fundado un nuevo Estado y, por tanto, empezaba una nueva historia.

De los resultado del domingo 21 de febrero hay que resaltar lo siguiente:

La corrupción mata y ninguna identidad ideológica está exenta de padecerla. Esta vez, aunque no ha sido el único factor, ha sido el principal para poner el alto a las aspiraciones continuistas de Morales. Pero además, la corrupción, que es latente en las esferas gubernamentales bolivianas y ha tocado al propio Evo Morales, es un mentís -otro más- a la “izquierda” que entre la ingenuidad y el cinismo, solo ve corrupción en la burguesía o en los gobiernos de «derecha».

De otra parte se confirma que es posible imponer la voluntad ciudadana mediante el voto. En Bolivia el voto es obligatorio, so pena de sanciones económicas, así, el domingo 21 de febrero la votación masiva de los ciudadanos bolivianos impuso la victoria del No. Como se impuso en el plebiscito de Chile en 1988 para decir no a continuidad del régimen de Pinochet, con solo un 10 % de votos en blanco o nulos como forma de abstención. Como lo logró también, de forma indiscutida, la oposición venezolana en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre pasado.

Ciertamente en esos ejercicios los resultados han sido contrarios a los intereses del poder. Es decir se impusieron a pesar de ellos. En efecto, también los votos fueron bien contados, pero en ningún caso el respeto a los resultados logrados fue una dádiva. No lo fue ni lo es, menos aun en los países latinoamericanos donde no pocas veces la expulsión de los dictadores y la conquista de la democracia, solo ha sido posible después de guerras y revoluciones. El voto es una conquista y se defiende ejerciéndolo y exigiendo que se respete.

Más allá de voces altisonantes y discursos trasnochados, que llaman a Morales -como en Nicaragua ya antes pidieron a Ortega- mantener el poder “a cualquier costo”, el presidente boliviano debe entender que no es no. De la misma manera que el orteguismo deberá entender y aceptar la voluntad ciudadana que se exprese en las urnas y que ya se manifiesta en las calles.

Instantáneas de Fernando Cardenal

1976.

Es mi primer año en la universidad. En los pasillos del Recinto Rubén Darío de la UNAN de Managua, es normal -sobre todo después de la seis de la tarde- encontrar al Padre Fernando Cardenal. Todos sabemos que es sacerdote, pero además revolucionario. Camina a pasos largos, siempre cargando un maletín, irradia sencillez y transmite energía. Es profesor de Introducción a la Filosofía. En sus clases explica con inigualable sencillez y claridad las Tesis sobre Feuerbach de Marx, o la dialéctica idealista de Hegel. Pero habla también del significado del Concilio Vaticano II y de la realidad -del drama- nacional.

Junio de 1976.

El Auditorio Fernando Gordillo, el auditorio 12, lleno a reventar. El CUUN o el FER, ha invitado a una asamblea en la que el Padre Fernando Cardenal informará a la comunidad universitaria de su comparecencia ante el Congreso de los Estados Unidos en la que denunció detalladamente las violaciones a los Derechos Humanos que se da en Nicaragua.

El Padre comparte su experiencia con la asistencia. Cuenta, entre otras muchas cosas, que un congresista le preguntó: En una escala del 1 al 10 ¿dónde pondría usted en materia de violaciones a los Derechos Humanos, a Pinochet y a Somoza ?

Fernando, directo y llano, le respondió: No se trata aquí de averiguar quién es el campeón de la represión. Se trata que los nicaragüenses sufrimos una sistemática violación  a nuestros Derechos Humanos por la dictadura de los Somoza. Y ustedes tienen una responsabilidad en eso.

Muchos años después, en sus Memorias, el Padre Cardenal revelará que hizo aquel viaje y la denuncia, en cumplimiento de una tarea que le encargó el Comandante Eduardo Contreras, a quien alguna vez llamó su padrino político. Así, con Fernando, los presos, los muertos y los perseguidos de Waslala, El Cuá, Kuskawas, Tiscapa, Sutiaba, de Nicaragua entera, tuvieron voz en el propio Capitolio.

Los somocistas lo calificaron de “traidor a la patria”.

Mayo de 1979.

En una reunión clandestina alguien cuestiona el llamado a la ofensiva generalizada contra la dictadura, porque, según sus análisis, no están dadas las condiciones. En ese momento una emisora informa que un comando sandinista ha atacado con rockets la residencia -en verdad una fortaleza- del ministro  de Gobernación de Somoza, Antonio Mora Rostrán. Fernando, mira suavemente al camarada y contundente le pregunta: si esto no es una situación pre insurreccional, ¿qué es, compañero?

Años 90.

Fernando Cardenal es el profesor que imparte la asignatura de Teología a mi grupo nocturno en la Facultad de Derecho de la UCA. Un día un compañero, joven veterano de guerra, pregunta: asumamos que Dios existe ¿cómo hay que imaginarlo, Padre?

Fernando, responde: ¿Imaginar a Dios? No hay que hacerlo, pero vea a su alrededor. En Dios se cree o no.

Otro día explica por qué cuando la política es honrada y progresista, es más meritoria que la caridad o que la religión que da la espaldas a la realidad en nombre de la eternidad. ¿Por qué? Porque la política, la revolucionaria, la que busca el bien común como decía Aristóteles, se plantea transformar las cosas aquí y ahora para todos, sobre todo la situación de los pobres.

Diciembre del 2009.

Es el cumpleaños de Ana Margarita Vijil. Y Fernando, como no, está allí. Le cuento que recientemente he terminado de leer de un tirón los dos volúmenes de sus Memorias. Que mi paso fugaz por el Movimiento Cristiano Revolucionario en 1974, fue definitorio en mi vida, que guardo especial recuerdo de Oscar Robelo Sotomayor a quien él menciona con singular consideración. Me da las gracias. Yo, sorprendido, le digo: No Padre, ¿por qué?. Gracias a usted por su ejemplo y por su testimonio.

Hoy, que Fernando lucha por su vida, junto a muchísimos nicaragüenses de distintas generaciones, se lo repito: Gracias Padre Fernando por su vida, por su ejemplo y sus enseñanzas.

Fernando Cardenal ha sabido ejercer su magisterio y proyectar su ejemplo para sus cercanos, pero también para quienes, como yo, le hemos admirado desde lejos. Es parte de su grandeza.

(Se autoriza la reproducción de este contenido)

Orteguizan a Sandino y…a Darío!

A propósito del reciente centenario de la muerte de Rubén Darío, se evidenció una vez más la recurrente conducta del régimen por manipular a su antojo y en favor de sus singulares intereses, valores y símbolos nacionales. Es lo mismo que ocurre cuando presentan versiones alteradas de los hechos históricos y de sus protagonistas. Y como en Nicaragua no hay un mes en el que no figure alguna efeméride, celebración o conmemoración, pues hay hartas oportunidades para que lo hagan. Y lo seguirán haciendo….mientras estén.

Sin embargo, no hay en ello ni error ni inocencia. Ciertamente hay torpeza, porque lo hacen de forma tan burda, que quedan en evidencia. Pero lo que busca el régimen no es  rigurosidad histórica ni didáctica literaria, lo que persigue es legitimarse ante la población y también ante la comunidad internacional.

La legitimidad de un poder político no es más que su aceptación social, aceptación que se traduce en que el ejercicio ciudadano, de apoyo, rechazo o inconformidad, se da bajo la premisa de reconocer -guste o no- que el mismo se ha establecido legalmente y que su gestión es expresión de la voluntad cívica expresada en los comicios.

Pero Ortega sabe que solo pudo llegar a la presidencia y mantenerse, violentando la Constitución, haciendo añicos las tiernas instituciones democráticas que existían en el país y cuando le ha sido necesario, desatando violencia represiva desde el Estado o administrándola desde allí. Sabe también que hay una creciente oposición manifiesta a su régimen y un rechazo cada vez menos silencioso. Por ello, el calificativo de inconstitucional, es absolutamente válido. Y el de autoritario no menos.

Sabe pues, que carece de la legitimidad que presume. Por eso la busca. Y recurre a la religión, a la enajenación de los intereses de la nación en su proyecto y a la manipulación de la historia y la adulteración de la memoria. Así se presenta -Ortega-como el único y auténtico continuador -propietario y unigénito- de  Sandino y de los valores nacionales que este encarnó, como el hacedor omnipresente de la gesta que fue el derrocamiento de la dictadura somocista. Y si hasta ahora nos han presentado un Sandino orteguista,  esta vez a poco estuvieron de hacer lo mismo con Darío, algunos de cuyos versos alteraron de forma zarrapastrosa y fusionaron con los lemas oficiales.

Pero el afán de procurarse legitimidad en glorias pasadas y ajenas -ajenas porque no son suyas y son extrañas a sus fines-, es característico de los regímenes autoritarios. Hugo Chávez se hizo llamar “Hijo de Bolívar”. Y, claro, ahora Maduro dice ser el “Hijo de Chávez”. Somoza reivindicaba a José Santos Zelaya, Pinochet a Bernardo O´Higgins.

Ciertamente es responsabilidad de cualquier Estado afianzar la identidad nacional de cada país, fortalecer sus símbolos y valores nacionales y reconocer a quienes los han representado y construido, como Sandino y Darío en Nicaragua. Lo que no es aceptable, y por el contrario es condenable, es que con pretextos de celebración los retuerzan en favor del despropósito de legitimar el régimen de Daniel Ortega, que está en las antípodas de la herencia dariana y de la lucha por la soberanía nacional. Pero sabemos que lo seguirán haciendo…mientras puedan, mientras estén.

 

 

 

 

Contigo o sin tí, RR

Las sucesivas destituciones de Jhonny Torrez y José Luis Villavicencio de sus cargos en el CSE -digo bien destituciones, porque a nadie se le ocurre pensar que son decisiones motu proprio-, parecen ser la antesala de otras por venir en ese poder del Estado que el orteguismo ha reducido a oficina de asuntos electorales y de cedulación.

Con esos cambios y los que parecen inminentes, el orteguismo -o más exactamente el hegemónico grupo Murillo- ejecuta una jugada con triple efecto: desplaza afianza y…maquilla. Desplaza -con la salida de Torrez y Villavicencio- a representantes de la generación de los ochenta, a los que la señora Murillo siempre ve -a pesar de todas las muestras de entrega- con fundadas o imaginarias razones, como potenciales “traidores”. Aumenta y afianza su control con la presencia de representantes fieles, promovidos a las esferas del poder bajo la sombra protectora de la primera dama. Y maquilla la deterioradísima imagen del CSE, con nuevos rostros -pero vino reciclado en odre viejo, al fin-, precisamente en un año electoral. Nada más.

Y claro, en el horizonte aparece la posibilidad que Roberto Rivas sea uno de los próximos “renunciantes”. Y eso es relevante en la medida que Rivas es uno de los símbolos más grotescos de la corrupción política y moral del régimen. Pero hay que decirlo pronto y claro: esos cambios en sí mismos no resuelven la esencia del problema, no garantizan elecciones libres y transparentes, demanda cada vez más generalizada de la ciudadanía.

Con Rivas o sin él, no habrá condiciones para elecciones limpias, en tanto no se restablezca la independencia del CSE, se nombren magistrados imparciales y probos, se restituya la personalidad jurídica a los partidos políticos a los que se les ha arrebatado y se admita una auténtica observación electoral nacional e internacional.

Y al igual que en los últimos eventos electorales, surge nuevamente la pregunta ¿vale la pena participar en unas elecciones bajo las condiciones actuales? La respuesta es sí. Veamos las razones y las condicionantes de esa afirmación.

Las fuerzas democráticas tienen la obligación de actuar en cualquier resquicio de lucha cívica que se mantenga abierto para reconquistar la democracia y la institucionalidad en Nicaragua. Renunciar a ello sería plantear, por exclusión, la vía violenta, camino que nadie quiere y que ningún político serio plantea. Pero hay más: las elecciones como otras formalidades institucionales mínimas que se mantienen, son una molestia para el orteguismo, trámites que -“lamentablemente” dicen en la intimidad- hay que cumplir; es decir se realizan a pesar de ellos porque en el fondo temen a la libre expresión ciudadana.

Pero la eventual participación en las elecciones próximas, solo será efectiva y legítima en la medida que se asuma como parte integrante de la movilización cívica por la democracia, misma que con diversas modalidades y motivaciones ha alcanzado en el último año niveles superiores. Y esa movilización se intensificará  en los próximos meses, toda vez que las manifestaciones de rechazo a las expresiones de de abuso, ineptitud y corrupción del régimen se muestran cada día.

El éxito de la participación electoral será lograr con la presencia y acción ciudadana masiva, evidenciar el fraude que desde ya el régimen urde. Evidenciarlo para frustrarlo con la defensa activa del voto. Ciertamente no es fácil, pero la experiencia histórica en Nicaragua y en el mundo, demuestra que sí es posible. El orteguismo, como cualquier régimen autoritario, no es eterno ni invencible.

(Se autoriza la divulgación de este contenido)